Como cierto libro analfabeto de gran éxito y su delirante versión filmada han puesto de moda buscarle parentescos a Jesucristo, voy a aprovechar el tirón para colar uno de mis chascarrillos históricos, que, a fin de cuentas, algo tiene que ver con ello. Si hay suerte y me hago de oro, ya invitaré a hidromiel y jabalí relleno a mis amables lectores.
Sitúense en lo que hoy es Francia, pero hace mucho tiempo: en la más oscura y cerril alta Edad Media. No la Edad Media de las catedrales y los torneos. Mucho antes, cuando los castillos eran de madera, los reyes pequeños saqueadores armados hasta los dientes y sus señores borrachos y pendencieros amos de villorrios embarrados. Situense, les digo, allá por el siglo séptimo, octavo o así a manera.
Imaginen por allí a un miembro de la casa real franca, merovingios para los amigos, meditando con quién contraer matrimonio. Es menester buscar un emparejamiento conveniente. ¿La hija de un rey? No es bastante, él ya es pariente de todos los reyes que montan algo en aquellos tiempos de sangre, pillaje y lodo. Hay que buscar algo más, ¿pero qué? Por encima de los reyes sólo está Dios...
Entonces una idea se introduce en su mente, que ya acusa los efectos del abundante vino trasegado: el superará a todos sus nobles amigotes, el emparentará con Dios.
No se ha vuelto loco, sabe dónde encontrar a los parientes del Todopoderoso. El monje que le lee la Biblia los domingos se lo contó una vez. En Babilonia aún quedan judíos que no regresaron del exilio y su líder, el Exiliarca de Babilonia desciende por línea directa de los reyes de Judá. Es, por tanto, un primo lejano de Jesús. Es, por tanto, un primo lejano de Dios.
Evidentemente, no se va a casar con un viejo judío, por muy Exiliarca que sea, pero con suerte, el tipo tendrá alguna hija o sobrina casadera y no le hará ascos a emparentar con un noble señor de Occidente. En efecto, la idea complace al preboste hebreo, que adolece un superávit de hijas feas y un déficit considerable de buenos partidos.
Cuando llega la moza, basta con un bautismo apresurado, un poco de catequesis que la cristianice por encima (tampoco nuestro noble señor es un San Ambrosio redivivo), un matrimonio oficiado por aquel capellán de las historias sorprendentes y nuestro noble señor ya puede presumir ante sus compadres:
- ¿Sabes, que mi nueva esposa es sobrina del Rey de Austrasia?
- Cuán poca cosa, amigo Edelberto. La mía es prima de Dios.
Colofón:
Se lo crean o no, esta historia, que es cierta en sus tres cuartas partes, contiene una última sorpresa. Más tarde, los descendientes de este señor tan bien relacionado volverán a matrimoniar con los monarcas del lugar. Dada la afición de los reyes a casarse entre ellos, todas las cabezas coronadas de Europa llevan (cuernos aparte) algo de sangre de aquel original caballero y de su exótica mujer.
Por tanto, adoptando un punto de vista un tanto delirante y rocambolesco, todos los reyes de Europa son parientes de Dios.
Lejanos, eso sí.