En el cuento de Sir Arthur Conan Doyle “The Musgrave Ritual”, una aristocrática familia británica transmitía de padres a hijos un extraño conjuro que, en cifra, revelaba el escondite de la corona del difunto Carlos I. Los Achab, que de nobles tenemos la intención y gracias, nos transmitimos las instrucciones para aparcar en nuestra en enrevesadísima plaza de garaje.
La historia arranca de cuando mis padres compraron la casa. Se vendía además, a un precio muy ventajoso, una plaza de garaje que el promotor consideraba inutilizable por su minúsculo tamaño y su problemática situación: en curva y junto a la rampa de salida. Mi padre midió la plaza, midió su Renault 5, calibró su notable habilidad para maniobrar en el espacio y soltó la pasta a tocateja.
La historia arranca de cuando mis padres compraron la casa. Se vendía además, a un precio muy ventajoso, una plaza de garaje que el promotor consideraba inutilizable por su minúsculo tamaño y su problemática situación: en curva y junto a la rampa de salida. Mi padre midió la plaza, midió su Renault 5, calibró su notable habilidad para maniobrar en el espacio y soltó la pasta a tocateja.
El tiempo pasó, sucedí a mi progenitor en el uso del viejo cochecito y el ritual me fue transmitido:
"– ¿De quién era?
– Tuya.
– ¿Quién la tendrá?
– Un servidor.
– ¿Dónde estaba el sol?
– En el cielo.
– ¿Dónde estaba la sombra?
– En el garaje.
– ¿Con qué pasos se medía?
– Cuesta abajo por diez y por diez, al este por cinco y por cinco, al sur por dos y sin tirar la moto, al oeste por uno y sin rozar la columna, bloqueas volante, cierras contacto y te vas.
– ¿Qué daremos por ella?
– Sangre, sudor y volantazos.
– ¿Por qué deberíamos darlos?
- Porque salió baratísima."
La cosa iba bien mientras el coche aguantó. Pero un día, el pobre automóvil se sintió cansado, perdió las ganas de rodar por la urbe, nos dejó un charquito de aceite en el suelo y se mudó al paraíso de los utilitarios difuntos. Apenados por la pérdida, pero conscientes de la necesidad de ser prácticos, nos pusimos a la búsqueda del automóvil más paradójico que concebirse pueda: tan grande por dentro como para contenerme a mí, tan pequeño como para entrar en la liliputiense plaza. Contra toda esperanza lo conseguimos. Sin embargo, el nuevo coche, un Volkswagen Lupo, era un poco más ancho que su antecesor, de modo que hubo que reformar el ritual:
“– ¿Con qué pasos se medía?
– Cuesta abajo por diez y por diez, al este por un pelo, al sur por narices y tirando la moto si hace falta, al oeste por uno y afeitando la columna, bloqueas volante, cierras contacto, das gracias a todos los dioses, suspiras y te vas.”
La interpolación se mostró eficaz. De milagro milagrito, el coche aún entraba.
Sin embargo, poco después, se pusieron de moda los todoterrenos y los vecinos, cada cual compensa sus carencias como puede, llenaron mi espacio de maniobra con mastodónticos aparatos sobredimensionados. Pensarán que esto complicó el ritual, ¿no? Pues se equivocan. El ritual de los Achab consta ahora de una única y concisa línea:
- "Si tienes prisa, no te olvides el bonobús."
13 comentarios:
pues yo siempre que entro al garaje de la casa de mis padres es para robar gasolina a los vecinos. Eso si, en sus anchas y cabidas plazas, algunos incluso con dos.
no me lo tome a mal Captain pero si los Achab´s tienen intención y gracias, los amigos madrileños´s ni siquiera tienen eso, solo les queda jeta y sigilo.
Qué dios le premie con un buen seguro de coche (sobre todo de chapa)
Pssssí... me suena esa historia con ligeras variaciones... yo utilizo mi garaje para guardar el aceite y la leña de todo el año... marditoh supercocheh!
¡No! ¡Bonobús nunca! Si hace falta tirar ocho motos, llevarse recuerdos de las columnas, escuchar unos cuantos improperios -rubia tenías que ser- y un retrovisor menos, se hace. Pero "juro por Dios que jamás volveré a montar en un autobús" -léase con acento sureño natural de Tara-.
Me hiciste soltar una carcajada en la oficina. "Aparcar" y "Tam" son antónimos, debería hacer una petición formal a la RAE para que lo incluyan en la definición.
Hans' Family está dotada de dos vehículos automóviles. Tiene una plaza de aparcamiento en el edificio en que se sitúa su vivienda (aquí vendría el comentario acerca del subnormal que en lugar de definir y vincular como anejo la plaza al piso habló de un derecho de uso sin especificación, cosa que ha dado lugar a un pleito trmebundo), y, dadas las dimensiones acorazádicas del familiar, otra plaza de cinco metros en otra parte. Meter el pequeño apero de Hans en la plaza de casa cuesta esfuerzos sin cuento, a pesar de que la gente tiene el sentido común de no tratar de meter demasiados transatlánticos en el absurdo garaje.
Eso si: en bus JAMÁS.
Pues yo decidí usar la plaza de garaje microscópica para aparcar la bicicleta. Se suda más, pero la sonrisita cuando uno mira a los vecinos haciendo maniobra tras maniobra es impagable.
Deje usted el coche ahí aparcado por siempre jamás y échese al monte, o en su defecto use el metro, que ahora está muy de moda.
(qué les pasa a los de Zaragoza con los autobuses???)
El amigo madrileño:
Eso se llama comportamiento ejemplar.
Gin:
En mi plaza, como no guarde los clips de Palymobil.
Tamaruca, Hans, Suri Kata:
Me uno a la pregunta de Suri: ¿pero que' ocurre en Zaragoza con los autobuses?
Alfor:
Ya , pero el ciclismo por Madrid es cuasi-suicida y no me puede permitir fenecer que los entierros esta'n muy caros.
¡Jajajajaja!
Es algo que sólo se puede vivir in situ. En octubre del año pasado, durante las Fiestas del Pilar, tras años cumpliendo mi promesa de "nunca en bus" me ví obligada a coger uno (la otra opción era quedarme tirada en las ferias a las afueras de la ciudad ya que, pensar en volver caminando conllevaría la amputación de ambos pies)
No subí. Me subieron.
No me apeé. Me apearon.
Durante el trayecto, sintiéndome una masa espongiforme entre la multitud, no rocé el suelo del bus con los zapatos en ningún momento. Mi única obsesión era sobrevivir y si el único O2 que tenía que acceso a mis pulmones era aquel que atravesaba equella camiseta sudorosa, ya no importaba.
Cuando nos escupieron a unos cuantos del vehículo en una parada al azar, mi hermana salió despedida por la puerta delantera, con las gafas torcidas y sin cinturón. Nunca olvidaré esa imagen.
Y ésta es una de mis experiencias. En el fondo fue muy divertido.
;D
jajajajja. me encantan sus aventuras domésticas no me canso en repetirlo. Yo también había hecho esta reflexión, ¿por qué será que los más capullos tienen coches grandes? (que nadie se me sienta ofendido, hay gente no- capulla con coches grandes) ¿hay alguna teoría fidedigna en cuanto a lo de suplir ciertas carencias en un peasso de buga?
chiao!
Cuántop odio innecesario hacia los autobuses veo entre los comentaristas!! A mí me gustan, jop.
Y me has hecho reír, Capitán. Te he dicho ya que eres bueno, no? Gracias por la sonrisa :-)
Eventualmente, uno tiene coches grandes porque necesita coches grandes. Sugiero. De hecho, a efectos de demostrar la tesis-prejuicio esa tan de moda de la compensación de carencias (tesis bastante idiota a mi juicio, pero ya se sabe que a mí los coches me chiflan), puede valerse igualmente de coches bastante pequeños. Se me ocurren un montón de modelos diferentes.
Los autobuses de Zaragotham son simplemente impresentables, ineficaces, invasivos, sucios, conducidos por tipos que podrían ser taxistas, con rutas insensatas que se modifican muchísimas veces... el caos. Hace eones que no monto en uno.
Tamaruca:
Vale, si voy a Zaragoza me cojo el minicoche.
Gacela:
Yo soy ma's d emetro. Vuela...
Hans:
Lo de mis vecinos es purita crisis de los 50, porque han esperado a que se emanciparan los hijos para comprar los bichos, contra los cuales yo no tendria pegas si cupieran en el garaje, que no es el caso.
Missangria:
Te digo lo mismo que a Hans.
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