Si la costumbre melanesia impone el banquete elefantiásico como senda a la celebridad, el uso de mis ancestros lo considera el único preludio aceptable a una boda. Seguramente, la tradición comenzó en la medievo cuando un paisano invitó a sus amigos a un montadito de panceta. A día de hoy, si una semana antes de casarte no sacrificas media docena de borregos para tupir las andorgas de medio pueblo, puedes considerarte socialmente muerto.
A mi primo le tocó cumplir con el ritual la semana pasada y a su casa nos encaminamos todos a dar cuenta del prometido festín. Mi madre, que huye de la grasa como los vampiros del ajo, veía la celebración con bastante recelo:
- ¡Que todo tenga que celebrarse comiendo! ¿Por qué nunca se celebra nada haciendo gimnasia?
- No sé, mamá, la gente suele preferir cosas que aporten un placer inmediato.
- Pues no entiendo qué placer encuentra la gente en ponerse como un fudre.
Creo que ya entiendo por qué mi padre conserva tan pocos amigos en el pueblo. Cegado por el amor a su prometida e imbuido de sus convicciones dietéticas, invitó a sus paisanos a un banquete de lechuga.
3 comentarios:
Capi:
Cómo se nota que eres hombre. ¡Claro, ustedes pueden decir: "que estire hasta donde el pellejo dé..." pero la especie mujeril –vulgo féminas- no. Sacrilegio. ¡¡¡Cuidado con ex-cederse!!! porque corre uno el riesgo de que al pronunciar palabra, la concurrencia en pleno espere un muuuu delator...
En cuanto a su señor padre; pues bueno, los hay que llevan rosas, otros chocolates, pero no sabía del poder seductor y lujuriante de las lechugas... ¡Qué sorpresas te da la vida!
Ay, cómo entiendo a su madre. Cualquier excusa vale para deglutir.
Vamos, que no son ustedes muy partidarios de los festines...
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