Cuando yo estudiaba la Licenciatura de Derecho, en mi clase había una muchacha pamplonica que compartía nombre y apellido con una de mis tatarabuelas. Un día, por aliviar el tedio de una insoportable clase vespertina, le comenté la coincidencia. Ella, divertida por el caso, me trasladó su extrañeza, ya que se trataba de un infrecuente apellido vasco originario de lo más profundo de Guipúzcoa que ella tenía por poco menos que unifamiliar. Por mejor solucionar las dudas, mi compañera lo puso en conocimiento de su padre, muy aficionado a las genealogías, y él se comprometió a investigar el parentesco. Mientras se resolvía el misterio y en honor a nuestra fantasmagórica consanguineidad, la navarrica y un servidor nos tratamos de primos el resto de la carrera.
No tuve noticias de la investigación hasta pasado un puñado de años. Sin embargo, en la ceremonia de graduación, el padre de mi amiga se me acercó para comunicarme sus resultados. El parentesco existía de veras, aunque era francamente mínimo, ya que ambas familias divergieron a principios del XIX por obra y gracia de un inquieto guipuzcoano que se bajó a la meseta a trabajar. Como complemento a sus desvelos, el sabio investigador me regaló un mamotreto, escrito por él, en que se narraba la vida del más ilustre miembro de su linaje euscaldún, el aguerrido y astuto conquistador Domingo Martínez de Irala.
La verdad es que el hombre tuvo una vida interesante. Llegado a América sin blanca, el vascongado participó -como extra- en la fundación de Buenos Aires, remontó el Río de la Plata, el Paraná y el Paraguay, fundó las ciudades de Candelaria y Los Reyes y, llegado a la madurez, fue un severo gobernador en Asunción, donde pacificó a las tribus locales por el práctico método de emparejarse con una hija de cada cacique y engendrar en ellas el mayor número posible de retoños. No sin motivo hay quien considera al tal Domingo uno de los padres de la patria paraguaya.
Con semejante paisanaje en la familia y tal difusión genética al por mayor no resulta tan extraño que me ponga a pajarear por la red y acabe por encontrar mis propios rasgos faciales sobre los hombros de un general de los tiempos de la Independencia.
Sí, ya sé que suena divertido, pero da muy mala espina. A fin de cuentas, "Vértigo" empieza tal que así y el que no acaba chiflado es porque acaba muerto.
Al próximo pariente que cruce el charco le inyecto cuatro litros de bromuro.
8 comentarios:
Qué guapo.... Aunque seguro que tus rasgos son más refinados.
Achab, tú eres más guapetón...además el de la foto parece chiquitito, de esos que les arrastra el sable.
Vas a tener que crearte una leyenda e ir por ahí fundando ciudades...que no se diga.
Vaya puta mierda de blog. me descojono.
Capi, capi, pero si estais hasta uniformado... Demasiado repeinado para mi gusto y con las cejas para retocar, pero muy mono, si señor.. Hasta pareceis bueno..
Besitosssssss
Un retoquillo en las cejas y una sesión de pelu, y estupendo, oyes...
Yo creo que prefiero no saber qué han hecho mis antepasados, sospecho algún oscura historia por ahí... mmmhhhh.... Mejor la ignorancia! jeje
Me estoy imaginando a este tipo tratando de aparcar un coche verde pistacho, jas jas :D
Anda que no es divertido ni ná ver tu carita en otros.
But:
Hmmm... La nariz más recta y la mandíbula más cuadrada. Por lo demás se parece bastante.
Criaturilla:
Pues de la altura del tipo no tengo ni idea. Pero el uniforme se ve elegantón.
Anónimo:
Si te descojonas y además de gratis no sé por qué te quejas.
Esther, Aprendiendo:
Las cejas no son gruesas, son, son... viriles. eso es, son viriles.
Tamaruca:
Eso lo hago sin uniforme, que el sable se me enreda con la palanca de cambios.
Ginebra:
Si pueden ser tus hijos secretos es muy divertido. Si pueden ser tus tatarabuelos ignotos no.
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