Hasta hace unas horas yo, que no comprendía la razón última de la monarquía, me comportaba como un furibundo republicano. Pero eso se acabó. Ahora sé, por ejemplo, que la misión histórica de la monarquía británica era producir a las hijas de Sarah Ferguson y dejarlas irrumpir en una tienda de ropa con la chequera repleta y unas ganas incontrolables de arruinarle la fiesta al pavisoso de su primo.
Me encantan. Son, probablemente, lo mejor que ha dado la Gran Bretaña desde el pastel de riñones. Ya sólo tengo que decidir si le declaro mi amor a la mesonera putanesca con sombrero de pirata o a la rubia disfrazada de mesa camilla con una garrapata prehistórica encaramada a la sesera.
Al final será la rubia porque uno es animal de costumbres, pero créanme que me va a costar.